En La Marca Indeleble de los Juegos que No Querían Gustarme hay una verdad incómoda en el universo de los videojuegos: no todos están diseñados para ser un abrazo cálido. A pesar de la promesa de mundos inmersivos y mecánicas pulidas, algunos títulos se desvían del camino trillado de la complacencia. No buscan tu aprobación fácil. Al contrario, parecen conjurar una atmósfera de inquietud, de desafío constante, incluso de abierta hostilidad. Te hacen sentir torpe al mando, cuestionando cada decisión, exponiéndote a una vulnerabilidad inesperada en ese espacio virtual que solemos percibir como seguro.
Y sin embargo, paradójicamente, son precisamente esos juegos esquivos, los que repelen en lugar de atraer a primera vista, los que han dejado una huella más profunda en mi memoria. No son recuerdos placenteros, sino cicatrices emocionales que, aunque cerradas, aún palpitan bajo la superficie. Son los juegos que se atrevieron a romper el molde de la cortesía jugable, susurrándome verdades ásperas que otros evitaban. No vinieron a adular mi ego gamer, sino a confrontarme con una mirada seria, invitándome a sentir lo incómodo, lo desafiante.
Caer en la trampa del buen juego
Es fácil caer en la trampa de la palabra «gustar». En La Marca Indeleble de los Juegos que No Querían Gustarme es un término cómodo, superficial, que a menudo se asocia con la estética deslumbrante, la jugabilidad fluida o la satisfacción instantánea de desbloquear logros sin esfuerzo. Pero existe un abismo entre un juego que nos gusta y uno que realmente nos cala. Podemos navegar por una veintena de títulos agradables sin que ninguno deje una impronta significativa.
En cambio, aquel juego que llegamos a «odiar» en el sentido de su incomodidad visceral, puede resonar en nosotros durante años.
Así pues entiendo que no todos los jugadores buscan esta clase de experiencia. Hay días en que yo mismo anhelo la evasión reconfortante de un mundo virtual amigable. Pero cuando reflexiono sobre los juegos que verdaderamente me han transformado, aquellos que me han regalado una epifanía o infligido una herida emocional significativa, no son los que más disfruté en el momento.
Además son los que no se esforzaron por complacerme, los que me empujaron fuera de mi zona de confort, dejándome desorientado y solo ante sus duras verdades. No me trataron con amabilidad, pero sí con una honestidad brutal. Porque lo fácil se desvanece, mientras que lo difícil, lo incómodo, lo que desafía nuestras expectativas, tiende a quedarse grabado. Y a veces, esa persistencia es la semilla de un cambio profundo.
Pathologic 2: Cuando un Juego No Te Abraza, Sino Que Te Marca
Mi primer encuentro con Pathologic 2 terminó en frustración palpable. No solo por su dificultad implacable, ni por la nebulosa de su narrativa, sino porque me afectó a un nivel visceral. Me dolía la cabeza, mi cuerpo estaba tenso, una ansiedad ajena parecía haberse infiltrado en mi propio ser.

Durante dos horas angustiantes, intenté ayudar a personajes desconfiados mientras mi avatar virtual sucumbía al hambre, la fiebre y la desesperación. Cada paso era un sacrificio, cada decisión, una puñalada al futuro en esa ciudad en ruinas. Llegó un punto en que me rendí. Huí a la cocina, buscando refugio en la familiaridad de mi nevera, como si escapara de un bombardeo. Mi respiración era entrecortada. Me senté, invadido por la sensación de que «esto no es sano». Y, sin embargo, volví.
En La Marca Indeleble de los Juegos que No Querían Gustarme no fue masoquismo, ni una simple búsqueda de desafío. Regresé porque algo en esa experiencia me había tocado una fibra sensible. El juego aún no me había enseñado nada concreto, pero me había confrontado con una angustia persistente: la imposibilidad de hacerlo todo bien.
La cruel necesidad de elegir a quién salvar y a quién condenar, la sensación constante de insuficiencia. Pathologic 2 no ofrece dilemas morales con respuestas claras. Te entrega una vida hecha añicos y te espeta: «haz lo que puedas, pero nunca será suficiente». Y esa, en sí misma, es una lección poderosa.
La moralidad en los juegos
En la mayoría de los juegos, la moralidad se presenta como una barra, un contador binario con consecuencias predecibles. Aquí no. Aquí no existe el bien absoluto, solo un espectro de males menores. Y esa perspectiva te transforma. Despoja de su brillo artificial a los sistemas éticos convencionales, revelándolos como parques temáticos morales diseñados para ensalzar la figura del jugador como héroe. Volví a jugar Pathologic 2. Lo terminé.
Y aún lo recuerdo como uno de los pocos títulos que me han comunicado una verdad esencial: a veces, no se trata de ganar, sino de comprender qué perdiste y aprender a vivir con esa pérdida.
Cruelty Squad: Lo Feo También Tiene Algo que Decir
Pathologic 2 no está solo en su rechazo a la complacencia. Existen juegos que abrazan la fealdad estética no por accidente, sino como un arma, una declaración de principios. Cruelty Squad es quizás el ejemplo más extremo que he experimentado en este sentido. Es un torrente visual de neón y diseño industrial, un escupitajo gráfico que parece implorar al jugador que abandone la partida desde el primer instante.
Todo en él resulta ofensivo: los colores estridentes, el sonido chirriante, la interfaz caótica, los menús laberínticos. La primera impresión es la de un producto inacabado, casi una parodia de sí mismo. Pero esa es precisamente su intención. Está diseñado para repeler, para poner a prueba la resistencia del jugador.
Y si uno persiste, si logra tolerar el ruido ensordecedor, la violencia visual gratuita, la aparente falta de sentido… entonces comienza a vislumbrar algo más profundo. Ese horror estético deja de ser gratuito y se revela como parte intrínseca del mundo que presenta.
Es el mundo mismo, una crítica furiosa, visceral y nauseabunda a todo lo que tácitamente aceptamos como funcional, bello y aceptable. Es el capitalismo distorsionado hasta la náusea, un sistema donde la prosperidad solo sonríe a aquellos que mutan, que se deforman, que renuncian a cualquier vestigio de coherencia para encajar en su lógica retorcida. No hay belleza convencional en Cruelty Squad. Solo mutación y supervivencia.

La fealdad, entonces, trasciende la categoría de error de diseño para convertirse en un lenguaje propio, en un mensaje potente, en una declaración de identidad. El juego no busca gustarte. Busca confrontarte con una realidad incómoda: «esto es lo que sucede cuando solo sobreviven los deformes». Y esa verdad, cuando penetra en la conciencia del jugador, se vuelve imborrable. No por su atractivo visual, sino por la fuerza de su mensaje.
Porque a veces, lo feo también alberga una profunda verdad. Porque hay ocasiones en que el envoltorio pulido es la verdadera máscara, y lo grotesco, lo incómodo, lo indeseable, es lo único genuino. Y esa es otra forma de belleza, una que no se puede vender en un tráiler, pero que altera para siempre la forma en que percibimos los menús, las ciudades, las mecánicas de los juegos que antes dábamos por sentadas.
Spec Ops: The Line: La Culpa que No se Puede Reiniciar
Pero la incomodidad en los videojuegos no siempre reside en la estética. A veces, emana de nuestras propias acciones virtuales, de las decisiones que tomamos, de las consecuencias irrevocables que enfrentamos. Existe un tipo de culpa que los videojuegos convencionales rara vez exploran en su totalidad, precisamente porque suelen ofrecer la red de seguridad de la carga de partida, del reinicio instantáneo, de la posibilidad de corregir nuestros errores.
Pero la vida real no ofrece esa indulgencia. En la vida, muchas veces, actuamos, y esa acción se convierte en un hecho consumado, una carga con la que debemos aprender a vivir. Spec Ops: The Line es el juego que comprendió esta verdad fundamental y tuvo la valentía de aplicarla en su núcleo jugable.
Además hay un momento específico en ese juego que no necesita ser detallado, porque si el jugador lo experimentó, la memoria de su horror persiste vívidamente. Un momento en el que tú cometes un acto terrible. No el personaje en pantalla, no una secuencia cinemática predefinida. Tú, con el mando en tus manos, tomas una decisión sin plena conciencia de sus implicaciones. El juego te otorga el control y omite cualquier advertencia.
Y entonces, la verdad se revela en toda su crudeza. También el juego no emite juicios, no sermonea, no castiga con mecánicas punitivas. Simplemente te deja con la imagen imborrable de tus actos y el peso opresivo de la culpa. Te abandona en un silencio espeso e incómodo, donde la única voz que resuena es la tuya, confrontándote con la осознание de que no era necesario, de que existía otro camino, pero que tú elegiste este. Y ahora debes reflexionar sobre las razones detrás de esa elección.
La madurez del jugador y su ingenuidad
Yo mismo permanecí inmóvil durante minutos después de ese momento, como si temiera volver a tocar el mando. Ya no necesitaba más logros ni el desenlace de la historia. Esa única escena había comunicado todo lo esencial: que un videojuego puede inducir una culpa genuina si se atreve a negar el perdón fácil, si confía en la madurez del jugador para asumir el peso de sus acciones sin la muleta de una mecánica de redención prefabricada.
Y lo más impactante es la dificultad de hablar de ese momento sin despojarlo de su poder visceral. Porque la esencia de Spec Ops: The Line no reside en lo que sucede, sino en lo que sientes, en el eco persistente que deja en tu conciencia.

Esa es la línea divisoria entre los juegos que simplemente narran una historia y aquellos que te involucran activamente en ella, convirtiéndote en algo más que un mero espectador. En uno, observas el horror desde la distancia; en el otro, te conviertes en su cómplice. Y cuando un juego te hace partícipe de la oscuridad, ya no puedes emerger impoluto.
La ilusión de que «solo es un juego» se desvanece, dejando una marca indeleble. Y esa transformación, cuando ocurre, es profunda y duradera. Momentos así son raros. La industria tiende a ofrecernos lo que creemos desear, o al menos lo que se nos ha condicionado a esperar. Juegos como The Witcher 3, Elden Ring, Breath of the Wild, cada uno a su manera, están construidos para generar agrado.
No para una complacencia vacía, sino para crear una sensación de inmersión cómoda. Nos desafían, sí, pero también nos recompensan, nos hacen sentir competentes y realizados. Y agradezco esas experiencias. Pero ¿qué sucede cuando un juego no te devuelve nada a cambio? ¿Y si solo te confronta con la sensación de estar irremediablemente perdido? Es en esa ausencia de consuelo donde a menudo reside la verdad más poderosa y la marca más perdurable.